CONTRA EL LIBERALISMO ECONÓMICO

 Luego de la caída de los socialismos reales en la década de los 90, el liberalismo económico se transformó en la economía triunfante en la larga lucha de visiones económicas desarrollada desde principios del siglo XX. Había sido necesaria la Segunda Guerra Mundial para destruir la tercera vía económica nacionalista, así como también había sido necesaria una larga guerra geopolítica para cercar el bloque de naciones de economías socialistas.

El resultado de 30 años de reinado liberal ha sido la creación de una oligarquía mundialista, un selecto grupo de mega-ricos sin patria, sin raíces, ciudadanos del mundo y adoradores del dinero. Esta elite ha cooptado el poder político a nivel mundial anulando las soberanías y las libertades, creando una masa planetaria de obreros sujeta a un método de autoexplotación muy eficaz basado en el anhelo —las casi totalidad de las veces inalcanzable— del logro y la riqueza personal.

OLIGARQUÍA MUNDIALISTA
El problema del liberalismo actual no tiene relación con la iniciativa privada, la sana competencia o el derecho a la propiedad particular. Más bien hace referencia a la correcta relación que deben tener los intereses públicos, comunitarios o nacionales con los intereses individuales. Y es que en las economías liberales la iniciativa privada ha inundado al ámbito de lo público, de lo comunitario, de lo nacional. Y esto por último, no ha ido en beneficio de las grandes masas, ya que la iniciativa privada no es verdaderamente un activo disponible para todos aquellos con voluntad de innovación y emprendimiento. Más bien, ese enorme poder de lo privado ha sido hegemonizado por la misma oligarquía financiera que lo promueve.
Con la anulación del poder público esta elite mundialista no tiene una fuerza que le haga contrapeso real. De esta forma las naciones han quedado a merced de este enorme poder económico. En la práctica esto significa que las grandes multinacionales controlan a los gobiernos nacionales. Con los políticos del lado de esa oligarquía los Estados nacionales han asumido una serie de acuerdos comerciales —al margen de la opinión pública— que les aseguran a estas corporaciones monopolios económicos, libertad arancelaria, exclusividad de patentes de producción, deuda pública, administración de las empresas de servicios públicos, entre otras prerrogativas.
En un análisis de la concentración mundial de la riqueza elaborado por la Escuela Politécnica de Zúrich en el 2007, quedó de manifiesto que esta oligarquía mundialista es la propietaria de las 18 entidades financieras, dueñas a su vez de las 50 grandes

multinacionales, que controlan el comercio mundial. El artículo del 2011 llamado “La red de control corporativo global” en tanto, profundiza el tema estableciendo que el 80% de las 40.000 multinacionales más importantes son controladas por tan solo 737 accionistas. Cerrando aun más el diafragma el artículo precisa que 146 de estos accionistas son propietarios de la mitad de ese poder corporativo.
El poder de estos grupos financieros y mercantiles es realmente impresionante. Ciertas empresas, en especial en el rubro de las comunicaciones digitales, tienen un valor bursátil más grande que el Producto Interno de muchos países. Jamás en la historia el poder privado había anegado por completo el poderío político y público. Nunca antes había sucedido que las comunidades nacionales perdieran todo su poder para tomar sus decisiones, organizarse y administrar sus riquezas. Y el problema no es sobre si es mejor privatizar o no los servicios públicos, sino de cómo el poder de unos cuantos privados se ha puesto por encima del bien común, desarticulando a su paso las categorías políticas de nación, comunidad, identidad y soberanía.

GLOBALIZACIÓN
Esta oligarquía mundialista surgió mayoritariamente de los capitalistas ingleses y estadounidenses de los siglos XIX y XX. Mediante la cooptación de la política y los medios de comunicación fueron limitando el poder público y ciudadano, el poder estatal y soberano, para someterlo al control hegemónico de sus negocios y finanzas. Con el tiempo extendieron esta forma de control a toda la comunidad británica de naciones para posteriormente esparcirlo por el mundo.
Este grupo de codiciosos dueños del capital internacional desarrolló un plan de acción que no cabía en los estrechos márgenes de las fronteras nacionales. Para seguir acumulando capital y concentrando riqueza necesitaron la desaparición de cualquier tipo de trabas. Soberanías nacionales, aranceles, fronteras o visas debían ser abolidos para crear un gran mercado mundial de personas, bienes y servicios.
Hoy en día liberalismo cultural y liberalismo económico son una y la misma cosa. El sistema de valores “progresista” sustenta el sistema económico posmoderno, el llamado capitalismo “salvaje” o “turbocapitalismo”. Cuando los progresistas fomentan la inmigración realmente debilitan el poder soberano de las naciones para mantener fronteras seguras. Cuando fomentan la libertad del cuerpo realmente expanden la cultura del individualismo y la negación de lo público. Cuando promueven la teoría de género realmente aportan a diluir las identidades, la idea de cultura común y de nación. Sus ideas y consignas vacías mantienen el modelo económico siempre vivo, a pesar de su actitud contestataria y revolucionaria.

CAPITALISMO
La iniciativa privada, el espíritu emprendedor y la ambición personal siempre han sido motores de progreso humano. Pero en épocas pasadas la esfera de lo público estaba de tal manera interconectada con la esfera privada que no había problemas en ese actuar individual. Es por esto que, si bien la economía precapitalista se basaba en la autoproducción, de igual forma existía un reducido sector económico —el mercado— en donde se realizaban ventas de productos, sin que eso significara la concentración de la riqueza fruto del comercio. Y es que cuando existía el cobro de los productos, este era relativo al costo asociado, a su elaboración, incluyendo materias primas y sueldos de los participantes. Cuando había necesidad de crear nuevos emprendimientos o medios de producción, estos eran realizados a través de la suma de esfuerzos públicos, casi siempre por medio de gremios, corporaciones o asociaciones comunitarias unidas en un anhelo común.

El capitalismo surgido en el siglo XVI creó una nueva forma de mercantilismo y crecimiento. Ciertos productores de bienes llegaron a la conclusión que al valor de sus productos podían añadirle un “extra”, llamado plusvalía, renta, ganancia, excedente o utilidad. Esta servía como “capital” para crear de forma particular un nuevo medio de producción. De esta forma el capitalista ya no era parte de un gremio sino que fundaba su empresa particular “comprando” el trabajo de los obreros. Multiplicando esta fórmula se consolidó una clase social muy rica, la burguesía, dueña del capital necesario para desarrollar todo el poder productivo que las sociedades pudieran consumir.
Esto generó una explosión de empresas y emprendimientos jamás visto. El método capitalista verdaderamente fue exitoso al generar crecimiento en base al consumo y el dinamismo del mercado. El problema fue la concentración de riqueza inherente al sistema. Empezaba así la pugna entre los hombres de negocios privados y los Estados nacionales y el bien común. Con el tiempo se generó el debate por la plusvalía, “la gallina de los huevos de oro”. Los trabajadores denunciaron que ella surgía de su trabajo manual. Los dueños del capital se defendían argumentando que ella surgía de su trabajo intelectual para crear productos atingentes a las necesidades del mercado.
Para aliviar las crecientes tensiones entre capital y trabajo los nacionalismos revolucionarios de los años 20 y 30 del Siglo XX fueron de la idea de compartir la utilidad en ambas partes para balancear los intereses público/privados. Bajo el mismo criterio elaboraron sistemas políticos en donde los intereses de ambos bandos estuvieran presentes. Cámaras corporativas o entidades públicas meritocráticas fueron algunos ejemplos. La Segunda Guerra Mundial terminó con este experimento devolviendo la totalidad de la plusvalía generada en el Occidente industrializado a la clase capitalista.

RENTISMO
Con todas las deficiencias que pudo tener el capitalismo inicial, estas no fueron nada en comparación al nefasto liberalismo actual. El capitalismo económico del siglo XX fue fuertemente regulado e incluso practicado por el poder público. De esta manera se llevaron a cabo exitosos proyectos nacionales de crecimiento, capitalización nacional e industrialización, sin perder de vista la justicia social. En ese orden los capitalistas trabajaban y sufrían por la consolidación de sus emprendimientos. Los dueños de esas empresas trabajaban más horas que cualquier empleado, se endeudaban y muchas veces se pasaban una vida en la lucha por la consolidación de sus compañías. Su aporte a la comunidad consistía en el empleo que generaban y el fuerte gravamen que sufrían sus plusvalías, las cuales servían para financiar el gasto público y los planes sociales.

Pero la élite mundialista que se fue conformando con la concentración de riqueza ideó otro sistema económico, donde el devenir de la empresa y el esfuerzo del emprendedor no tenían importancia. El fin del nuevo capitalismo no fue la producción de bienes, la expansión de los mercados o la generación de empleo y sueldos para vivir, sino que fue exclusivamente la obtención y acumulación de utilidad, renta o plusvalía. El capitalista emprendedor dio paso al capitalismo rentista.
Estos nuevos capitalistas la mayor de las veces no crean ni se involucran en las empresas en las cuales invierten. Su negocio está en invertir una cantidad X de dinero en muchas empresas a la vez para obtener en el menor tiempo posible X+20% o más. De esta forma este neocapitalista no actúa en la economía real, en la producción, en el emprendimiento, sino que en una actividad especulativa de acumulación sin fin, mucho más rentable y rápida para acumular capital.

DEUDA
El rentismo fue una forma de consolidar ese enorme poder económico privado por sobre el poder político de las comunidades nacionales. Pero ese sistema especulativo no fue el único mecanismo hegemónico. También la deuda y la usura fueron herramientas poderosas que sirvieron para postrar a las naciones.
El llamado “dinero producto de deuda” es un ingenioso sistema que le promete regalías infinitas al poder económico rentista mundial. Al controlar el poder político, la oligarquía mundialista actual obliga, en un intrincado mecanismo, a que los Estados se endeuden constantemente con las entidades financieras para dotar de circulante a sus mercados en expansión.
Bajo el pretexto de entregar una garantía que certifique que los Estados no incurren en emisiones inorgánicas imprimiendo billetes de la nada, la oligarquía mundialista exige a las naciones tomar préstamos a través de sus Bancos Centrales con sus entidades financieras para crear dinero público.
De esta forma, las naciones están obligadas a crear dinero por medio de una constante y creciente deuda con entidades privadas, imposibilitando su capitalización soberana. La creación de dinero no se hace entonces de forma subordinada a la economía real, tampoco surge por el trabajo de los pueblos y la soberanía pública, sino que nace por medio del endeudamiento de la comunidad con entidades privadas supranacionales. Esto es totalmente descabellado y entendible sólo por el sometimiento de la clase política al poder del dinero privado.
Actualmente a ningún estado le está permitido generar dinero por su propia cuenta. Sin embargo, el llamado “dinero libre de deuda” ha sido implementado en ciertas ocasiones de la historia. Abraham Lincoln, Adolf Hitler, John Kennedy, Muamar el Gadafi, Saddam Hussein y Bashad Al Assad, se atrevieron a emitir dinero soberano al margen de la banca internacional. Lamentablemente estos experimentos tuvieron un abrupto final. Lincoln, Kennedy y Gadafi fueron asesinados, en tanto Hitler y Hussein perdieron sus respectivas guerras y vidas.

USURA
Si el sistema rentista financiero mundial obliga tiránicamente a las naciones a crear dinero público por medio de deuda con privados, estas entidades tienen el descaro de crear su propio dinero salido de la nada. Esto se efectúa aplicando un interés al dinero prestado tanto a los gobiernos nacionales como a los ciudadanos individuales. Sin más remedio que incurrir en deuda para financiar emprendimientos y obras públicas, las naciones y privados están sometidos a la obligación de devolver ese dinero con una excedente o interés.
El dinero proveniente del interés no tiene relación con la esencia con el cual nació. El dinero no es más que una representación de un trabajo realizado. Ni la renta ni el interés representan ningún trabajo ejecutado, sino que son simplemente fórmulas inventadas por la banca internacional para multiplicar su dinero al margen de las economías reales de los Estados soberanos. Así, actualmente el dinero producido a través del trabajo real crece a tasas muy inferior al dinero financiero.
El interés del dinero es la peor de las herramientas de esclavitud. Es una trampa sin salida, totalmente amoral, que debe ser suprimida si se aspira a la libertad de los pueblos y naciones del mundo.
El problema del interés del dinero abarca la casi totalidad de la disyuntiva que representa el sistema liberal económico actual. Los mayores capitales del mundo, el verdadero poder financiero mundial, no nace producto del esfuerzo y el trabajo, sino que de la multiplicación mágica del dinero mismo, del rentismo, la deuda y la usura.

AUTOEXPLOTACIÓN
Aparte de la cooptación del sistema político que ha permitido que los gobiernos nacionales caigan en el increíble juego de emitir dinero público en base a deuda —con interés de por medio—, el sistema financiero mundial ha logrado consolidar su poderío gracias al control total de los trabajadores. Esto le ha permitido asegurar que de las masas populares no vendrá el poder revolucionario que eche por tierra su tiranía supranacional.
El sistema capitalista posmoderno ya no genera miseria. La relación entre amo y esclavo se ha perfeccionado. La enorme masa de consumidores asegura un mercado activo y disponibilidad de empleo, además de un estándar de vida precario, pero soportable, desde el punto de vista de las necesidades básicas para vivir. Independiente de la mala calidad de la comida y el hacinamiento urbano, en las sociedades modernas que están avanzadas en el juego capitalista nadie muere de hambre.
La cultura del entretenimiento se ha preocupado de domesticar los instintos y llevar al espíritu a un nivel de adormecimiento brutal, lo que imposibilita ver con claridad en el pantano en el cual se está viviendo. Por otro lado se ha vendido la idea de que todos pueden ser emprendedores y capitalistas, estableciendo ese arquetipo como una gran figura cultural.

Pero verdaderamente la oligarquía mundialista ha creado una brecha insalvable entre los emprendedores de la economía real y ellos. Y es que estos últimos han hegemonizado los negocios generadores de capital. Las pequeñas, medianas e incluso muchas grandes empresas, en su gran mayoría no generan utilidad, y si lo hacen, es algo nominal, el resultado de una balanza de pagos que ha debido sacrificar sueldos y costos. Esa utilidad por tanto no es plusvalía real. El sistema financiero, en tanto, tampoco permite que cualquiera entre en el negocio de financiar deuda pública y menos aplicar interés al dinero.
El sueño de ser emprendedor, de ser empresario, hace de los individuos comunes seres autoexplotados. Ya no hay una imposición directa —porque sería contrario a la “libertad”— sino que una indirecta. Nadie los obliga a trabajar, muchas veces sin remuneración, nadie los obliga a pasarse horas y horas en sus empresas luchando por surgir, sin embargo lo hacen para obtener el reconocimiento de la sociedad actual. En estos procesos los emprendedores, aparte de auto explotarse, arrastran a sus trabajadores. El camino de consolidación muchas veces es arduo y falto de capital. Y la gente necesitada prefiere la precariedad antes que el desempleo. Emprendedores y trabajadores unidos en el sueño idealista del éxito económico.
El éxito económico es la única forma de reconocimiento social actual. Para realizarse en las sociedades de consumo, en las sociedades del emprendimiento, hay que ser un empresario exitoso y eso se obtiene infringiéndose asimismo el yugo de la autoesclavitud. Ya no hay ocio para crear cultura y pensamiento —el negocio es la negación del ocio—, tampoco quedan espacios para cultivar los cuerpos intermedios de la sociedad y fortalecer el tejido social. Todo es sacrifico laboral, emprendimiento agotador. Frente a esto la oligarquía mundialista se lava las manos. No son ellos los que obligan a nadie a trabajar hasta el agotamiento, nadie los puede apuntar directamente, no hay contra quién dirigir la revolución.

Un sistema de iniciativa privada orientada al bien común y a objetivos geopolíticos nacionales, a través de una dirección estatal efectiva, permite utilizar ese empuje espiritual emprendedor con fines colectivos, permitiendo fortalecer el tejido público vitalizando la comunidad orgánica. Este es el nacionalismo real que ha fundamentado al nacionalismo revolucionario de tercera vía por más de un siglo, no un patriotismo civil ni una chauvinismo liberal de derecha. En el sistema nacionalista de tercera vía, la esfera pública y la privada conviven y comparten una visión de mundo basada en el progreso, el engrandecimiento y el crecimiento comunitario.
Este sistema de economía nacional no tiene que ser, necesariamente, totalmente estatista, tampoco proteccionista, en el sentido autárquico. Proteccionismo no significa remitir la economía tan solo al mercado interno ni poner barreras a los productos extranjeros. Proteccionismo, bajo la lógica nacionalista, especialmente adecuada a la realidad chilena, significa proteger la economía nacional frente a las amenazas del mundialismo financiero usurero y rentista. Esto se puede hacer limitando la injerencia de entidades económicas internacionalistas, desacoplándose del sistema financiero mundialista basado en el rentismo global, la deuda y el interés o también protegiendo ciertas áreas de las lógicas economicistas en clave liberal.

Salud, previsión y educación, además de la explotación de recursos estratégicos, por ejemplo, deben ser manejados en vistas al interés nacional. Que estos sectores sean privados o públicos no es verdaderamente el problema a resolver, sino cómo cumplen su rol social de forma eficiente, y para eso se necesita en su manejo además capacidad técnica o administrativa, también una visión política a mediano y a muy largo plazo. En definitiva, que estos servicios funcionen bien no se debería medir por su rentabilidad comercial sino por la social.

La iniciativa privada o la recompensa por el trabajo realizado, no son contrarios a una economía en donde los asuntos públicos se mezclen orgánicamente con los privados. Para lograr eso, la política —no la partitocracia— debe independizarse de la tiranía financiera y volver a actuar con soberanía. De este modo los intereses nacionales volverán a estar presentes en la labor económica.

Devolverle valor al poder público para que ratifique o revoque soberanamente los tratados internacionales que han sido suscritos por una clase política cooptada e irresponsable, actuar en bloques geopolíticos de naciones libres que contrarresten a la mafia oligárquica mundial, eliminar el sistema financiero para la creación de moneda, prohibir la especialización de entidades privadas en el rentismo y la economía especulativa e inorgánica, fortalecer los organismo intermedios de la sociedad, entre otras medidas, lograrán independizar a las naciones del yugo del liberalismo económico posmoderno, para que estas recobren la única fuente de riqueza y crecimiento que tienen, el trabajo y esfuerzo productivo realizado por la comunidad para su engrandecimiento y preservación.