CONTRA EL LIBERALISMO POLÍTICO

 El llamado liberalismo político es un derivado del pensamiento liberal, una forma de gobierno basado en el individualismo y la atomización de la sociedad, un tipo de acción política en la cual se ha perdido la capacidad de pensar y actuar en base al bien común y a los procesos del devenir comunitario.

El liberalismo político no es lo mismo que la democracia. La hegemonía que el liberalismo pretende tener con el concepto de democracia es una apropiación tardía. La democracia es anterior al liberalismo y sus formas de expresión pueden perfectamente dejar de lado la visión de mundo liberal. Atacar al liberalismo político por tanto, no tiene relación con un ataque a la democracia como generalmente las fuerzas liberales se prestan mañosamente a señalar.

Una sociedad fragmentada en lo individual permite sólo dos identidades. La identidad personal desprovista de todo contexto y la identidad universal, la suma de los individuos. Todas las identidades intermedias quedan excluidas. Lo mismo pasa a nivel político. Para la política liberal sólo existe el individuo como sujeto de derechos, de ahí que los derechos individuales sean al mismo tiempo universales. En las estructuras políticas liberales no hay espacio para los cuerpos intermedios de la sociedad. Sólo individuo y suma de todos los individuos, es decir la humanidad.
En el liberalismo político todo se fragmenta para llevarlo a la lógica individualista. En este orden de cosas la familia, las organizaciones sociales intermedias, la misma nación no tienen un sentido político si no es bajo la perspectiva del único sujeto de derechos, el individuo. La llamada “sociedad civil” del liberalismo político es un eufemismo para referirse a cuerpos intermedios sin poder vinculante, entidades inservibles o con un poder muy puntual que en ningún caso amenaza la hegemonía del individualismo igualitarista.

El liberalismo político ha cooptado a todos los espectros de la política. Derechas e izquierdas siguen el mantra liberal. De ahí que el individualismo de los derechos del cuerpo —defendido por la izquierda— tenga la misma esencia liberal y anti- comunitaria como lo tiene el individualismo de la subsidiaridad neoliberal.
La verdadera revolución política que Chile necesita no tiene relación con un cambio de instituciones o de su tradición política, sino con el foco conceptual con el cual se realiza la práctica política. La democracia chilena debe asumir su carácter verdaderamente público, comunitario, nacional y unitario. Debe entregarle de una vez el poder representativo al pueblo de modo que las políticas sean el reflejo de los anhelos nacionales y no el contubernio de la clase política.

 

El liberalismo político —propio de la cultura anglosajona— surgió como necesidad a la imposición del liberalismo económico. Poco a poco el mercantilismo liberal cosmopolita fue articulando un sistema de organización social basado en sus principios individualistas y anticomunitarios. La llamada “gran transformación” de la sociedad occidental estuvo orientada a la eliminación progresiva de ese tejido social con poder político que mantenía a los individuos en constante entrelazamiento con la organización de las comunidades por medio de una rica tradición de cuerpos intermedios.
Aunque parezca inverosímil, las monarquías absolutistas previas al liberalismo burgués estaban inmersas en un orden social el cual permitía que la gente común tuviera una vida política bastante más activa que en la actualidad. Los fueros, la nobleza, el clero, la burguesía, los gremios, asociaciones profesionales y corporaciones del estado llano, el Ejército, entre otros cuerpos intermedios tenían bastante poder para imponer sus ideas y exigencias de modo que sus integrantes se sintieran partes activas de la sociedad.

Luego de las revoluciones que eliminaron el orden absoluto por medio del levantamiento popular, el estamento burgués hegemonizó el nuevo orden posmedieval. Así, la burguesía extendió sus intereses a la política construyendo el llamado sistema liberal, régimen que con no pocas variaciones y rostros —algunos democráticos, otros dictatoriales— se ha mantenido hasta hoy.

El liberalismo político creado por el espíritu burgués tendió desde sus inicios a desarticular el entramado social y todo aquello que produjera identidad y vinculación comunitaria. De esta forma la representación por medio de los cuerpos intermedios fue siendo erradicada del orden político dando paso a la hegemonía de un sólo poder real, el partido político burgués. Estas facciones de los intereses de la clase burguesa quedaron paradójicamente como los únicos intermediarios entre el individuo —o el pueblo— y la organización estatal.

El liberalismo político poco a poco fue trabando la existencia de todos los demás cuerpos intermedios —familia, entidades sociales y culturales, gremios, sindicatos, asociaciones, etc.— anulándolos políticamente, alejándolos del Estado, cooptándolos con operadores o abandonándolos jurídicamente al ámbito privado. Finalmente los excluyó totalmente del sistema de representación.

APERTURA POLÍTICA
Pero con el tiempo los partidos políticos propios de los intereses netamente burgueses se fueron abriendo a otros estamentos de la sociedad. Durante el siglo XX estos se vieron inundados de trabajadores, militares, jóvenes, mujeres y en general todo el espectro de las comunidades nacionales. Al liberalismo político actual no se le puede acusar de excluir a ningún estamento de la sociedad.

Pero si bien con lo anterior se solucionó en gran medida el carácter poco democrático del sistema liberal, el germen del individualismo y el abismo entre la base social y el Estado se mantuvo inherente al sistema político. Y es que actualmente el problema del sistema liberal no es que le esté vetada a ciertas capas de la población su participación en política sino que el sistema está diseñado para la formación y hegemonía de una élite política desconectada de la base popular. Y, peor aún, la profesionalización de la política en un grupo reducido de la población despolitizó —en la práctica— al resto de la nación atentando contra el principio por el cual nació la política en sí, la representación de los verdaderos anhelos nacionales.
Si antes tener una profesión o tener una familia ya entregaba representación —y por tanto poder político— hoy en día entrar al juego político ya no es algo tácito sino que es una ocupación alejada del diario vivir, es más bien una profesión aparte, una extraña clase o condición social que la gente común no comprende.

PARTITOCRACIA
A través de la historia los distintos pueblos y naciones han creado una serie de fórmulas para tomar decisiones de organización política de la forma más representativa posible. Asambleas, consejos, parlamentos, ya sean comunales, provinciales y nacionales, entre tantas otras fórmulas de representación han servido para que el devenir de los pueblos sea acorde a los anhelos de toda la comunidad.
El sistema representativo —al menos en Occidente— siempre ha estado organizado a través de anillos sociales los cuales traspasan su representación desde la amplitud de base hacía las jerarquías más encumbradas. De esta forma los intereses de la nación siempre llegan a la élite administrativa para que los individuos más capacitados tomen las decisiones para llevarlas a cabo de la forma más eficiente.

En el sistema liberal esa conexión se interrumpió y se cambió de dirección. Es el poder del partido político el que nombra la autoridad comunal, regional, provincial por mucho que la ciudadanía los ratifique en las elecciones.
Al estar anulados los cuerpos intermedios no hay otra opción que ingresar a la maquinaria política partidista para optar a la elegibilidad representativa. Sin embargo, son tantas las trabas para que los ciudadanos comunes o los representantes de las asociaciones o anillos civiles que no pertenecen al exclusivo club de los partidos políticos accedan a la más mínima cuota de poder político de forma verdaderamente independiente que este, en la práctica, está realmente bloqueado.
Para remediar esta situación no es necesario eliminar a los partidos políticos o especular con algún sistema alternativo —o anacrónico— de representación de corte corporativista. Chile tiene una tradición política profundamente arraigada y eso se debe mantener si no se quiere debilitar la estabilidad política nacional.

La solución está en cambio, en ciertas modificaciones que representen mejor el poder público. Vitalizar la sociedad civil fortaleciendo los cuerpos intermedios y prohibir la cooptación de estos por parte de los partidos políticos; prohibir el cuoteo de las reparticiones públicas sancionando duramente el traslado de la guerra partidista a los organismos del Estado; practicar plebiscitos vinculantes y referéndums

revocatorios de políticas públicas mal diseñadas o de políticos ineficientes, son algunas medidas que cerrarían en parte la brecha entre política y comunidad que existe actualmente.

SUBSIDIARIDAD
El principio de subsidiariedad establece que el individuo es el sujeto jurídico que tiene la primacía a la hora de realizar las acciones de la vida social, económica y política. El Estado lo subsidia y ayuda en esta labor. El Estado queda como opción secundaria, marginándose de competir con el individuo y actuando en la vida social y económica únicamente cuando los privados estén imposibilitados de hacerlo.
La participación responsable de los individuos en la vida social y económica es necesaria para el desarrollo de la voluntad humana. La autonomía refuerza la personalidad y el tutelaje prolongado diluye la capacidad de solucionar problemas y reforzar la responsabilidad. Pero la subsidiaridad entendida en clave liberal apunta realmente a una total abolición del poder público permitiendo tácitamente el desvarío individualista y su alejamiento del principio de bien común y justicia social.
El bien común no es la suma de los bienes individuales como piensa el liberalismo sino que es la modulación de los bienes individuales —tangibles e intangibles, políticos y económicos— en el tejido social de una nación. Los bienes individuales deben insertarse de manera orgánica en la estructura social. Así por ejemplo, bienes desproporcionados, inadecuados y poco funcionales para el bien común no hacen más que presentar una nota disonante en la comunidad nacional germinado el virus del la inequidad y la fragmentación.
El principio de subsidiaridad puede ser muy bueno en la medida que las acciones e intereses de los individuos se articulen en un orden social de anhelos verdaderamente nacional. Esto se logra a través de un poder público robusto y efectivo ejercido desde una sociedad civil con una visión unitaria de la comunidad.

DERECHOS COLECTIVOS
El liberalismo político modula la sociedad desde la fragmentación individualista. Derechos y deberes de las familias, de la sociedad civil o de la misma patria son articulados como proyección de los derechos del individuo. A modo de ejemplo, los derechos de la familia actualmente son normas e instituciones jurídicas que regulan las relaciones personales y patrimoniales de los miembros que integran la familia, pero la familia en si no es un ente jurídico ni tiene derechos. De este modo, políticas públicas como el sueldo mínimo son pensadas desde la atomización individual y desde el igualitarismo pero no consideran el derecho a una familia a tener un sueldo mínimo funcional para la dignidad de su realidad particular.
Los derechos de la familia como entidad jurídica en sí, estipulados en un eventual “Código de Familia” permitirían quitarle el velo exclusivo del derecho privado a la hora de regular las relaciones y objetivos de la familia, enlazando de forma más orgánica el ámbito público y el privado.

El ejemplo de la familia se extiende a todos los cuerpos intermedios de la sociedad civil, hoy todos regulados desde la perspectiva individualista, atomizada y antinacional de los códigos jurídicos liberales.
Especial importancia tendría una aproximación antiliberal al actual problema de las identidades étnicas ancestrales de nuestro territorio. El concepto individualista de la política liberal nunca permitiría realmente que los pueblos y naciones originarias vivieran su soberanía de forma real. El liberalismo sólo ve individuos y a la humanidad en su conjunto. El liberalismo imagina que sus códigos políticos son universales y no entiende que las identidades y culturas son diversas. Y así como el sistema liberal anglosajón es exógeno a la tradición iberoamericana, para los pueblos aborígenes lo es aún más. De ahí que, paralelamente a la reforma política chilena, una reforma política particular para cada nación aborigen sea necesaria y consecuente con un sistema político antiliberal nacionalista basado en la importancia de la comunidad y sus productos espirituales y culturales.
Esto último no atenta contra un Estado nacional unitario. La unidad del Estado chileno se basa en el fin de las luchas intestinas y partidistas dentro de la comunidad nacional (justicia social) y en la vivencia diaria de la chilenidad a través de su cultura criolla (identidad nacional). Eso no significa imponer la chilenidad a las culturas ancestrales que se mantuvieron dentro del territorio nacional. Su independencia cultural nos habla justamente de la riqueza de la diversidad en momentos en que el universalismo y globalismo liberal todo lo inunda.
Las mismas razones identitarias obligarían a un eventual Estado nacional antiliberal a integrarse realmente con los demás países de la cultura iberoamericana. Una unión político-económica, al menos en el cono sur transamasónico, permitiría una soberanía bastante más independiente de los poderes económicos mundiales a la cual nos tiene sumido el liberalismo actual.

 La cultura chilena y su identidad tienen como valores supremos la libertad política, el orden republicano y la democracia. Cualquier reforma al sistema político debe enmarcarse en esos límites para ser un producto verdadero del alma nacional.

La gran reforma política que necesita nuestro país pasa entonces por modificar el prisma individualista con el cual se rige actualmente. Los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, orientados bajo una mirada comunitaria y nacionalista, producirían una revolución política de alcances insospechados.
Un Estado unitario y nacionalista, producto de la representación real de todos los intereses y anhelos populares devolvería el poder político a la comunidad superando las divisiones y los intereses de facciones partidistas.
Actualmente hay una crisis del ethos aglutinador, del sentimiento de comunidad nacional y de la cultura patriótica. Las fuerzas del individualismo liberal —las que incluyen por cierto a la izquierda progresista— han fragmentado la nación y atomizado

a los individuos. Todo se mira bajo la lógica del interés individual —o de minorías en muchos casos artificiales o autoimaginadas— despolitizando al pueblo.
El Estado liberal no es un Estado Nacional ya que no es el Estado de todos los chilenos sino que el de un grupo de políticos profesionales articulados en organismos cerrados a la verdadera representación popular. Esto, además, facilita la penetración de poderes globalitarios que actúan con demasiada libertad y desregulación.
El Estado Nacional no puede ser un lugar para perpetuar el conflicto político partidista. El Estado Nacional debe ser el ente que represente los intereses nacionales a través de un actuar moderno, eficiente, descentralizado, antiburocrático y por sobre todo nacional.